La Educación en el Bicentenario

(Notas de Usuarios) – Las continuas huelgas de docentes y auxiliares de la educación, sumada a la estúpida convocatoria a una “gran rateada nacional” por parte de los alumnos de nivel medio, convierten en utópica la promesa de las autoridades de ciento ochenta días de clase -como si ese fuera, en sí mismo, ya un logro-. Estos hechos ameritan algunas reflexiones. El concepto de educación pivotea hoy entre dos universos igualmente nefastos: el de los docentes que no quieren, no saben o no pueden enseñar y el de los alumnos, que no quieren aprender; y ello ocurre ante la atenta mirada de los gobernantes -a quienes conviene tal statu quo- y la pasiva complacencia del grueso social, narcotizado por la vieja fórmula de pan y circo, aggiornada mediante la entrega de subsidios y el reparto gratuito de decodificadores para disfrutar, más nítidamente, del circo deportivo -mundial de fútbol incluido- y mediático con que nos obnubila gran parte de la TV actual durante la mayor parte de la jornada.

Si en este tétrico panorama se aprecian algunas muy dignas excepciones, que sin duda las hay, las mismas serán prontamente ahogadas por el resto de la maleza que crece, sin control alguno, en un medio altamente favorable a su desarrollo. Es sabido que el resultado de un cultivo -ya una planta, ya una persona- es sólo posible mediante un arduo y continuo esfuerzo; el matorral, en cambio, se desarrolla naturalmente, todo lo invade, lo asfixia y, en definitiva, lo mata. ¿Son nuevas estas ideas?

Por supuesto que no; pensar así sería desconocer la historia de nuestro propio país, algo que en general no conviene, y mucho menos en el año del Bicentenario. Algunos individuos bregan por la educación, en su acepción más amplia, como único remedio cierto a muchos males de la humanidad; J.B. Alberdi, en El Crimen de la Guerra, es un ejemplo.

Otros, en cambio, propugnan la destrucción del sistema educativo, considerándolo incluso un lujo insostenible en tiempos de crisis social y económica. Nuestros próceres, aquellos idealistas del Siglo XIX, aun con sus defectos -que los tenían, que los humanizan y que no disminuyen en nada sus méritos- batallaron incansablemente por la educación como punto de partida y como trampolín del desarrollo económico y social y, sobre todo, de la verdadera libertad. Sarmiento es el más reconocido por su labor educativa; Pueyrredón, San Martín, Rivadavia, Moreno y Belgrano, quizás más recordados por otras facetas, no le fueron en zaga al sanjuanino.

El creador de nuestra bandera fue, además, el artífice de las Escuelas de Náutica y de Dibujo, aunque ambas fueron suprimidas prontamente por el poder central; la primera, en 1806, por Francisco Gil, Ministro de Marina, a instancias de José Bustamante y Guerra, encargado del Apostadero Naval de Montevideo quien no toleraba la idea de otro núcleo de conocimiento en este lado del Plata. La segunda, más grave aún, por mandato directo de la Corte española que entendía que dicha institución era “un lujo que Buenos Aires no se hallaba en condiciones de sostener”, según señalara el mismo Belgrano en sus escritos. Así, contrariamente a lo que indica la lógica más elemental, se consideraba a la educación un bien suntuario, por ende accesible sólo a los hijos del poder; y dicha situación no sólo no ha cambiado sino que, al contrario, se agrava progresivamente.

A los intereses del poder de turno, tan vigentes hogaño como antaño, se suma la erosión que, a todo nivel, ejerce la ignorancia extendida entre la mayor parte de la masa orteguiana, tan fácilmente seducible por el facilismo y que rechaza todo tipo de esfuerzo que requiera la educación sin percibir que, sin el arresto necesario, no puede existir ésta última y que, sin la ilustración profunda y verdadera, no hay libertad posible. Empeorando este panorama, la contagiosa enfermedad del oscurantismo -que podemos tildar, sin temor a yerro, de gravísima- se ha extendido desde el nivel inicial hasta el de post-grado, debilitando así el basamento social primordial, permitiendo que los más capaces sean empujados al ostracismo y sus lugares se ocupen por serviles advenedizos de toda índole, sin la debida formación técnica y humanística que, precisamente, es la única manera de poner coto al poder. Hasta este Bicentenario -queda pendiente el 2016- no sólo no hemos avanzado nada sino que, además, nos encontramos en franco retroceso como conjunto social. En la regresión educativa es dable hallar la raíz de muchos de nuestros males. La educación, igual que la libertad, sólo se conquista en un arduo proceso, cotidiano y sin fin; imaginar siquiera la segunda, sin la primera, es imposible.

Dr. Alejandro A. Bevaqua Médico – Especialista Jerarquizado en Medicina Legal abevaqua@intramed.net

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