En 1983 yo tenía 22 años y muchas ganas de que se acabara la dictadura militar. Era mi tercer año como estudiante en la Universidad Nacional del Sur y los pasillos del Departamento de Biología y Bioquímica estaban repletos de invitaciones partidarias. Aunque muchos no nos afiliamos, por no tener pertenencia definida, teníamos sed de democracia. Estaba fresco en la memoria el recuerdo de la requisitoria en las esquinas, de los micros detenidos por los militares que nos hacían tirar al pasto en medio de la noche, cuando volvíamos de la clase de gimnasia del viejo Colegio Nacional, de la angustia que nos llenó el corazón durante la Guerra de Malvinas, pero básicamente recordábamos el silencio y el miedo que no queríamos volver a sentir. Raúl Alfonsín apareció en las propagandas televisivas con una sonrisa amplia, prometiendo un país justo y solidario, asegurando igualdad de condiciones, hablando de unidad, sin distinciones entre peronistas y antiperonistas, entre radicales y antiradicales, en otras palabras, encarnando la recuperación de la democracia que habíamos perdido una oscura noche de 1976. Muchos de nosotros pusimos su boleta en la urna por primera vez, sin ser radicales, pero con la certeza de que ese hombre iba a hacer lo que esperábamos que hiciera. Fue nuestro primer encuentro, cara a cara, con el orden constitucional. En Bahía Blanca, la noche del 30 de octubre de 1983 y hasta la madrugada siguiente, los jóvenes de entonces salimos a la calle llorando de alegría y festejamos, como lo hizo el resto del país, en las calles, dando vueltas con banderas, abrazados, hasta quedarnos exaustos y sin voz. Raúl Alfonsín fue ante los ojos de muchos el líder que necesitábamos; el que nos enseñó el concepto de que con la democracia de cura, de come y se educa. Hizo honor al poder que le conferimos el día que ordenó el Juicio a las Juntas. Y lo esperamos temblorosos, en vilo, hasta que nos dijo que la casa estaba en orden, aunque más tarde frunciéramos el ceño con las leyes de punto final y obediencia debida. Para cuando le entregó el bastón de mando a Carlos Menem, de aquella la mística juvenil quedaba poco. El país era otro y nosotros también. Pero quienes votamos por primera vez en 1983 nunca vamos a olvidar a ese hombre que sobresalía, en medio de millones.
